Esta situación es de lo más clásica aguantarse la ganas de llorar. Vas caminando por la calle y de la nada te surge un pensamiento doloroso, un recuerdo, una imagen que tenías olvidada y que te provoca las lágrimas, sin que puedas detenerlas. Es peor que una patada en el trasero, porque no te las puedes aguantar, pero tampoco puedes gritar, afloran como agua en el río mientras tú, en medio de un montón de gente, solamente quieres ver cómo te traga la tierra.
Los hombres no lloran, ni las mujeres, ni los niños, nadie en este país tiene permitido llorar, aunque se trate de una actividad tan natural como hacer pipí o comer.
Llorar es lo primero que hacemos cuando llegamos al mundo, incluso antes de respirar, porque con ese primer grito de desesperación anunciamos nuestra presencia, y dejamos huella de que estamos vivos. No hay nada que hable mejor de la naturaleza humana, que el acto de llorar a moco tendido y sin posibilidad de inhibiciones.
El problema es que el machismo está tan arraigado en la cultura mexicana, que los sentimientos no son sinónimo de sinceridad, sino de una debilidad que queremos ocultar a toda costa. Entonces ponemos máscaras, nos ocultamos en el clóset para chillar y nos dejamos llevar por la culpa, cuando se nos escapan las de cocodrilo.
Más triste aún, a los niños se les cría para esconder sus sentimientos. En las familias mexicanas no está permitido llorar, es una actividad que se oculta con vergüenza y aquel que se atreve a hacerlo es tachado de cobarde, débil y hasta ridículo.
Llorar, dejarlas salir, echarlas afuera, hacer teatro un rato, todo eso es un recordatorio de que estamos vivos, aún cuando se nos aparezca el fantasma del macho mexicano, armado con un cinturón para hacernos chillar de verdad, por jugarle al drama.