Dios salve la tele

Fuerte, audaz y valiente, así era Pancho Pantera en 1968, junto al niño Kool-Aid que cantaba: “Yo soy refresquero, de acá de este lado…” y al “más claro, más claro” de lámparas Osram. Por alguna razón, la televisión mexicana siempre ha tenido algo de mágica, es un misterio que envuelve a generaciones y generaciones de espectadores, plantados frente a la pantalla. Con cuánta ilusión aquellos que hoy son abuelos, depositaron en ella sus sueños, sus esperanzas y su diario vivir, en un México antiguo y que, quizás entonces, era todavía inocente.

Fue en los años 30 cuando las primeras televisiones llegaron a México, de un tamaño gigantesco y en tonos monocromáticos. Entonces los canales eran reducidos y las horas de transmisión muy pocas, apenas unos cuantos programas ocupaban el espacio, y el resto del tiempo la vida transcurría en las calles, donde los niños corrían y las personas hablaban.

Este aparato llegó a cambiarlo todo; la moda y la publicidad se masificaron, el gusto se transformó hasta volverse algo de estatus, las marcas, los slogans y las cancioncitas nos invadieron, y las alacenas se llenaron de color.

Fue en 1946 cuando el mexicano Guillermo González Camarena puso en el ojo mundial a México, con su invento más famoso: la televisión a color. Desde su casa, en la Ciudad de México, hizo la primera transmisión en vivo.  A partir de aquel entonces, este aparato se popularizó en los hogares del país, y las grandes televisoras surgieron como el negocio del siglo, que desplazó a la radio, la que hasta entonces había sido la reina del hogar.

Una cosa fue de la mano de la otra: la televisión, la mercadotecnia, el american way of life, y todas las cosas bonitas que no sabíamos que necesitábamos, hasta que las vimos por televisión. Los extranjerismos vinieron a suplir lo poco que entonces quedaba de la vida revolucionaria y el recuerdo de los héroes que, décadas antes nos dieron patria, o eso quisieron. Tomando en cuenta que México estaba en proceso pleno de urbanización, y comenzaba a dejar atrás la vida rural, todo este revuelo de modernidad sí movió los tapetes de los hogares nacionales.

Ya en la década de los 50 estaba institucionalizada la televisión mexicana, los líderes de opinión, los ideales de la juventud, y hasta los bonitos y los feos. Entonces llegaron a las pantallas las primeras telenovelas mexicanas.

Pensadas como un instrumento, primero educativo y luego aspiracional, y procedentes directamente de las radionovelas, las telenovelas fueron y son, hoy por hoy, el entretenimiento más fácil, barato y cercano para la clase popular mexicana. Ya no hablemos de los programas de revista, los talk shows o las series, que son elementos mucho más contemporáneos. La televisión mexicana ha estado siempre llena de imágenes para soñar: las Marías, los ricos que lloran, las monjas cantantes, los perritos parlantes y unas rosas soplonas, para las niñas cursis.

Televisión mexicana, otro ejemplo de nuestro atraso

México no es nada parecido a otros países, en muchos sentidos. Para los habitantes del cuerno de la abundancia, la televisión es más que un electrodoméstico, es la caja de los sueños, un antifaz que permite estar en paz, ignorando la realidad que se desgaja. Así es como transcurre la vida del mexicano común, entre el inicio de una telenovela y otra, aguardando por saber qué pasará en el próximo capítulo, aunque en el fondo ya lo sepa porque, casi siempre y salvo sus contadas excepciones, son todas iguales.

Y así llegamos al Siglo XXI, con la televisión como el aparato por excelencia en el hogar. Muchas cosas han cambiado, ya no existen las de bulbos, ahora hay pantallas planas, ligeras como lechugas y con una pretensión de realidad que da miedo. Pero pese a todo, habría que agradecerle que, muy en parte, gracias a ella lo mexicanos son como son; y sin afanes de maniqueísmo, un vitral de contrastes, formado de lo que alguna vez Giovanni Sartori reconoció como “un fenómeno de la posmodernidad: la caja idiota”.

Valeria Lira 

@MoiraBoicot