No conocimos el significado del “calor de hogar”, ni la comida de mamá; nos criaron la televisión y el microondas, y la comida rápida fue nuestro mejor factor de crecimiento. Somos la generación mexicana de la posmodernidad, el último resquicio del siglo XX y los que le abrieron la puerta al mundo virtual.
El paso del siglo XX al siglo XXI fue bastante drástico, principalmente en cuanto a un reacomodo a los cánones morales y sociales, se refiere. Entonces se sucedieron varios, bastantes cambios que alteraron la composición del mundo occidental, empezando por la liberación femenina, generada en principio por una búsqueda de igualdad, y luego por la necesidad de mayores ingresos económicos en las familias de clase media, que obligó a las féminas a emplearse fuera del hogar, modificando al mismo tiempo los roles al interior.
En México, un país bastante tradicionalista y conservador (sólo en cierto sentido), la llegada de la posmodernidad representó la caída de los valores y la moral clásica. Y fue justo en esos años que crecieron las cifras de divorcio, parejas en unión libre y, más tarde, la apertura hacia los matrimonios homosexuales.
Y así, a mediados de los años 80 y principios de los años 90, nacimos los hijos de la posmodernidad. A nosotros se nos acabó de golpe la ilusión de la familia, el matrimonio como institución sólida y descubrimos, en la adolescencia, un mundo paralelo en el que todo era posible: el Internet.
Parece cruel, pero es verdad. Las últimas generaciones mexicanas del Siglo XX vivieron una deconstrucción social, que se vio reflejada en largas tardes al abrigo de Canal 5, Nickelodeon y Cartoon Network, y sándwiches sin amor a la hora del recreo. Y no es que nadie nos quisiera, sino que simplemente fuimos víctimas del sistema, un sistema que obligó a los padres a correr más a prisa para alcanzar la chuleta, y a dejarnos al cuidado de la caja idiota; no había tiempo para la educación, para la moral aprendida en casa, y menos para la cocina del amor. Y aquellos que tenían la suerte de tener una mamá de tiempo completo, que les hacía un sándwich gordo, rellenito de mayonesa, esos eran la envidia de todos los que nos conformábamos con el cariño de siempre, Bimbo.
Posmodernidad, lo que nos dejó de niños
Todavía nosotros alcanzamos la parte rescatable del siglo XX. Al presenciar el comienzo del Internet, aún pudimos aprender que no todo estaba escrito y que había que ir más lejos para encontrar las cosas, algo que generaciones posteriores ya no conocieron por haber nacido al abrigo de pantallas táctiles y botones. Dicen que los niños del siglo XXI traen consigo habilidades para el uso de computadoras y gadgets, sin embargo, se ha comprobado que al mismo tiempo han reducido sus capacidades lógico-matemáticas y de razonamiento, acerca de situaciones cotidianas, lo que todavía no logran resolver las computadoras.
Nosotros, los hijos de la posmodernidad, vivimos las últimas tardes jugando en la calle, al mismo tiempo que las rejas fueron cerrando sus puertas al crimen, el horror y la delincuencia, que a fines de los 90 acecharon a las familias mexicanas. Vivimos ese fin, ese descenso en caída libre de la calidad de vida, que nunca volvió a despuntar. Y nos tocaron las últimas llamaradas de buen rock, la televisión de ideas originales, las películas sin remake y el anonimato auténtico, antes de que las redes sociales hicieran pública la vida de todos.
Y quizá fue todo eso lo que nos hizo más posmodernos de lo que pudimos ser, en cualquier otra era de la humanidad. El cansancio, añoranza de los días buenos, la vida que perdimos, y la sombra negra con la que hoy vemos a las nuevas generaciones, tan ingenuas, basando sus vidas en una red que no pueden ver, y dejando de lado el mundo tangible y real que afuera agoniza.
Valeria Lira