Los acróbatas, los payasos, la mujer barbuda, el hombre bala, los elefantes, los tigres y las jirafas. Todos, chicos y grandes, tienen en la mente alguna idea del circo, un entretenimiento que mucho tiempo fue el favorito en grandes ciudades, pueblos y rancherías, accesibles sus gradas para todas las clases sociales y, sobre todo, capaz de generar recuerdos entrañables de años gloriosos y plena felicidad. ¿Quién no se acuerda?
El siglo XIX fue la era del surgimiento de los circos en la Ciudad de México. Proveniente de Inglaterra, en 1808 abrió sus puertas el Real Circo Ecuestre, considerado el primero en la capital del país, y traído por Philip Lailson, como un espectáculo basado principalmente en actos de animales.
Más tarde, en 1841, José Soledad Aycardo creó el primer circo mexicano, y compuso varios actos de malabarismo y acrobacia que se acercaron un poco más al espectáculo que hoy conocemos.
Durante la aparición de los primeros circos, y aun bien entrado el siglo XX, el sensacionalismo fue una herramienta empresarial para atraer espectadores, visitantes chismosos, hijos del morbo que juntaban sus centavos para ir a ver a la mujer tortuga, a los adivinos o a los deformes. Los movía una extraña necesidad de sorpresa, un ansia de ver algo que los dejara con la boca abierta, y ganas de tener tema de conversación para los lavaderos y las cantinas.
Y así corrían los tiempos en que, en México, existía aún la capacidad de asombro. No había Internet, no existían los teléfonos inteligentes, ni circulaban entre la gente los vídeos más increíbles, grabados al otro extremo del planeta; pagar dos centavos para entrar al circo era, en ese entonces, una oportunidad para la maravilla.
Con el paso del tiempo, fueron entrando al país muchos circos europeos y norteamericanos, que traían novedades como animales exóticos y hombres de fuerza extraordinaria.
Para 1853, José Miguel Suárez del Real, fundó el primer circo ecuestre de México, con lo que se inició la dinastía del Circo Hermanos Suárez, una tradición que todavía hoy existe y se considera de culto a nivel internacional. Es famoso por sus giras en Sudamérica y, porque en 2013, uno de sus domadores fue muerto por su propio tigre, en pleno acto público, esto en la ciudad de Etchojoa, Sonora.
También en 1864, se hizo famoso el Gran Circo Chiarini, en la calle de Gante. Se trataba de una familia de cirqueros provenientes de Francia, que llegaron a México a hacer un espectáculo que fascinó a la sociedad capitalina, siendo incluso visitado por aristócratas y miembros de la realeza europea. Debido a su éxito se edificó un recinto especial para dar funciones permanentes.
Circo chilango en el siglo XX
Otro circo que se volvió tradicional de la CDMX, y aun hoy permanece, es el Circo Atayde Hermanos. No hay mexicano que no haya escuchado el famoso slogan “Vamos, vamos, vamos, al Circo Atayde Hermanos”. Fundado en 1888, y todavía vigente en la actualidad, este circo cobró fama por traer artistas de todo el mundo, de una calidad inigualable. Trapecistas, payasos, ilusionistas, y toda clase de suertes más, se han visto bajo esta carpa, la cual ha sobrevivido a los altibajos de la sociedad mexicana, entre ellos la Revolución y el terremoto de 1985.
En 2015, entró en vigor una ley para prohibir la utilización de animales en el circo, en la capital del país. Y la polémica no se hizo esperar; activistas y defensores de los derechos animales calificaban de explotadores a los cirqueros, mientras éstos defendían su oficio como un acto digno y con el que se habían alimentado por generaciones.
Al final, la prohibición se logró y algunas carpas no tuvieron otra opción que cerrar sus puertas. Sin embargo, también surgieron aquellos grupos que sacaron a relucir el talento humano, demostrando que el circo no eran los animales, eran las personas y la ilusión del espectador por dejarse sorprender.
Valeria Lira